Voluntarios Idartes
Crónicas

La fuerza del corazón

Al rededor de 87 servidores de Idartes fueron voluntarios del programa Bogotá Solidaria. Esta es la historia.

Desde que se declaró la emergencia sanitaria por el COVID-19, la Alcaldía Mayor de Bogotá inició una estrategia que garantizara el bienestar de todos los ciudadanos que se encuentran en condición de pobreza y vulnerabilidad en el periodo de cuarentena. Así nació Bogotá Solidaria, una iniciativa que tiene como objetivo entregar ayudas monetarias y en especie a casi 500.000 familias de la ciudad.

Los beneficiarios de este programa serán 350.000 hogares de escasos recursos, con trabajos inactivos o informales. Adicionalmente, con el apoyo del Gobierno Nacional y un esquema de donaciones privadas, el Distrito pretende ampliar esa ayuda temporal a 150.000 hogares que puedan estar en riesgo de pobreza como consecuencia de esta coyuntura.

Para identificar estas personas, la Alcaldía organizó un grupo de voluntarios de diferentes instituciones distritales para que realizaran encuestas en diferentes territorios. Este es el relato de cuatro servidores del Instituto Distrital de las Artes - Idartes, que pertenecen al programa Nidos - Arte para la primera infancia, quienes participaron de esta primera etapa de Bogotá Solidaria, cuatro días de intenso trabajo y puro corazón.

El antes

Desde el 2 de abril inició la carrera maratónica para establecer quiénes harían parte de este generoso grupo de voluntarios. Después de varios correos y llamadas, al rededor de 87 valientes servidores aceptaron la misión. 

Pensando en brindarle facilidades al grupo, el Idartes dispuso dos vehículos para transportar a los voluntarios que estaban en las zonas más alejadas y permitir que  llegaran a los puntos de encuentro todos los días a las 8:00 a.m. Un carro con capacidad para cuatro personas y una van para 18 personas. Esas rutas eran establecidas por María Teresa Jaime, asignada como coordinadora del grupo de Idartes, con el apoyo de Helen Erazo y Ximena Marroquín, miembros del Equipo Artístico Pedagógico - EAP y el Equipo de Gestión Territorial del programa Nidos respectivamente. Los lugares a los que asistirían solo se definían el día anterior a la avanzada a las 8:00 p.m., después de las reuniones del comité distrital que organizaba las actividades y que tomaban lugar entre las 5:00 y 7:30 p.m. todos los días. Por eso la planeación nunca pudo hacerse anticipadamente, eso representó mucho esfuerzo a nivel operativo de parte de todo el equipo.

Desde el primer momento todo ha sido una maratón de trabajo. “Todos los días he tenido una motivación muy honda, profunda. Es poder aportar algo a las personas más vulnerables y necesitadas de esta ciudad. Son, evidentemente, en esta situación, las que menos oportunidades tienen de salir a buscar sus recursos. También me mueve prestar un servicio humanitario y poder cuidar a las personas que están a mi cargo”, cuenta María Teresa.

Día 1: 5 de abril. Santa Fe, barrio Alameda

Como toda situación de interacción humana en condiciones difíciles, el corazón y el cuerpo necesitan una preparación. Emocionalmente, el corazón de María Teresa estaba dispuesto a lo que hubiese que hacer y tenía su fuerza interior como combustible. Físicamente, para activar el cuerpo, tomaba un baño, se vestía, aplicaba bloqueador solar para soportar las largas jornadas de exposición y recogía el cabello en una moña muy apretada. De accesorios llevaba lo mínimo posible, pues al regresar a casa debía desinfectar todo. Así las cosas, salió con una cachucha, un saco, ropa sencilla y zapatos cómodos, un canguro con su celular, poco dinero y su documento de identidad. Eso, un chaleco naranja, unos guantes y tapabocas que recibían todos los voluntarios cada día eran su armadura para soportar entre 6 y 8 horas de pie.

Todos los días, las casi 10 instituciones que participaron de todo el proceso eran citadas en diferentes puntos para cubrir todas las zonas. Ese día, la citación era en el CAI del sector, era importante que los 70 voluntarios de las cuatro instituciones convocadas en esa área llegaran allí para recibir las instrucciones detalladas, las encuestas, esferos, sus chalecos distintivos y el kit de cuidado. 

Al llegar a terreno se encontraron con una fuerte presencia de personas que se dedican al trabajo sexual, comerciantes informales o de rebusque, algunos habitantes de calle y migrantes venezolanos. Toda esta población vive en pagadiarios, u hospedajes en los que se paga el arriendo todos los días. Algunos viven allí por un día, un mes o estancias cortas. Otros, en cambio, viven varios años en estos establecimientos. Estos lugares pueden tener hasta 30 habitaciones y en cada una de ellas puede haber alrededor de 10 o 12 personas entre niños, bebés y ancianos. En otros lugares pueden convivir entre cuatro y ocho familias en una sola habitación, a veces hay personas sin familia que comparten estos espacios con ellos.  “En uno de los pagadiarios alcanzamos a ver el lugar al interior. Un garaje en el que también vivían personas. En un espacio de aproximadamente 6 metros de largo por 5 metros de ancho había dos camarotes, tres camas, tres personas acostadas en cada cama. Había un olor fuerte”, cuenta María Teresa. Cada uno de estos pagadiarios tenía un administrador encargado con el que ella hablaba para explicarle lo que haría el grupo de voluntarios. Era un panorama difícil, aún más en una cuarentena. 

La indicación era, para los voluntarios, llegar a todos estos establecimientos y ubicarse en una fila, separados por aproximadamente 2 metros, a la espera de una persona de cada familia que debía salir con los documentos de todos los integrantes. En algunos lugares, las personas, en medio de su necesidad, salían de a dos por familia a ser encuestadas en búsqueda de más ayudas. Aunque el equipo entendía las circunstancias, debían evitar que eso pasara y que la gente se acumulara en la calle.

“La tensión era alta. Todo el tiempo debía estar pendiente del equipo, teníamos que ir acompañados por la policía, por los gestores de convivencia y por algunos referentes de la localidad. En algunos casos los tuvimos, en otros no”, narra María Teresa, quien debía estar pendiente de estos movimientos todo el tiempo. A esta situación se le sumaba el vigilar las acciones involuntarias del equipo que los pudieran poner en riesgo de contagio, la velocidad con la que debían recoger la información y hacer que ninguno estuviera solo, pero que mantuvieran la distancia entre ellos y la gente que se acercaba. El riesgo de contagio era aún más alto y el cuidado también debía serlo. 

La jornada transcurrió hasta las 3:30 p.m. cuando los voluntarios recibieron los almuerzos. Muchos preferían recibirlos y regresar a sus hogares, pues comer en esas circunstancias no era lo más fácil. Entregaban los chalecos, se quitaban los guantes y se dejaban o cambiaban sus tapabocas para irse. Así, ese domingo llegó a su fin para la mayoría, para María Teresa, Helen y Ximena, el trabajo seguía en casa con la planeación del siguiente día.

Lea la continuación de esta historia en otro sector de Bogotá, aquí.

Por Tania Calderón.