Voluntarios Idartes 2
Crónicas

El corazón que no deja de sentir

Continuación de la historia de los 87 voluntarios del Idartes que participaron en el programa Bogotá Solidaria.

Esta es la continuación de la historia de los 87 voluntarios del Instituto Distrital de las Artes - Idartes, que hicieron parte del programa Bogotá Solidaria. Un acto valiente en tiempos de cuarentena.

Desde que se declaró la emergencia sanitaria por el COVID-19, la Alcaldía Mayor de Bogotá inició una estrategia que garantizara el bienestar de todos los ciudadanos que se encuentran en condición de pobreza y vulnerabilidad en el periodo de cuarentena. Así nació Bogotá Solidaria, una iniciativa que tiene como objetivo entregar ayudas monetarias y en especie a casi 500.000 familias de la ciudad.

El Idartes ha sido parte de este proceso, superando con mucho su misionalidad, gracias al trabajo de varios voluntarios prestos a servir desinteresadamente a los más necesitados.

Esta serie cuenta la experiencia de cuatro servidores del Instituto Distrital de las Artes - Idartes, que pertenecen al programa Nidos - Arte para la primera infancia, quienes participaron de esta primera etapa de Bogotá Solidaria, cuatro días de intenso trabajo y puro corazón.

Día 2: 6 de abril. Los Mártires, barrio La Favorita

Ese día, como todos, la hora de encuentro era a las 8:00 a.m. Para Omar Antonio Bustos, también miembro de Nidos y participante de esta acción, el día inició muy temprano, alimentando a su gata y limpiando su casa porque al regreso, seguramente, el cansancio sería fuerte y la necesidad de aseo personal imperativa. Con el ímpetu fuerte y vibrando de felicidad por la labor que haría ese lunes, inició la caminata con su compañero de vida, de trabajo y de encuestas, Sergio Alfredo Cofré, desde Marly hasta el CAI de Los Mártires. 

Al llegar a la Carrera 17 con Calle 16, un lugar rodeado por tiendas de accesorios y repuestos para motos, que estaban cerradas por la contingencia, el panorama era desolador. El día estaba nublado, algunos vecinos miraban por la ventana, los muros de las construcciones antiguas estaban llenos de hollín y las calles estaban vacías. Como en un escenario posguerra. A medida que los voluntarios se ponían los chalecos naranjas y avanzaban por el lugar, la gente empezó a salir y a acercarse, a preguntar qué estaban haciendo y por qué lo hacían. También hablaban entre ellos y citaban a otros que vivían cerca para que llegaran al lugar. “Para mí fue sorprendente porque era la necesidad de que fueran encuestados, aún sin entender para qué eran las encuestas. Fue impactante ver el lugar, era ver otro barrio”, cuenta Omar.

Ese día no todos entendían cuál era el proceder de la jornada, eran muchos y estaban a la espera de instrucciones. La jornada inició sobre las 9:30 o 10:00 a.m. Omar se reunió con algunos conocidos que ya habían participado el día anterior y podían explicarle qué debía hacer. Las indicaciones más importantes eran, además del diligenciamiento correcto de las encuestas, las mismas de todos los días: no tocarse la cara, tener siempre puestos los tapabocas, no quitarse los guantes, no recibir los documentos con la mano, estar a un mínimo de distancia de un metro y no tener contacto con la gente, sin embargo, muchas personas encuestadas querían acercarse y darle la mano a los voluntarios. “Todos somos seres sociales, yo soy artista. Soy actor. Entonces, eso de no tener contacto cercano con la gente no puede cortarse de un día para otro. Era muy difícil decirle a la gente que no se acercara”, narra Omar.

En términos de seguridad, los voluntarios siempre debían andar en grupo y estar muy ordenados, pues algunas de las calles que visitaron estaban clasificadas como altamente peligrosas. Cada vez que iban a encuestar, no debían dar la espalda. Debían estar de frente siempre. Entre las carreras 16 y 17 hay varios pagadiarios que debían ser encuestados y la instrucción para el grupo, por parte de la policía, es que debían ubicarse sobre las calles para ser más visibles y poder vigilar que nada malo pudiera ocurrir.

En varios de estos hospedajes, las personas no tenían documentos físicos y solo se sabían el número. En otro, en el que vivían habitantes de la calle, una señora, con un notable deterioro en el manejo del lenguaje, decía, “yo apenas sé que me llamo Rosalba, pero yo no sé nada más”. Rosalba nunca había tenido documento de identidad y no pudieron registrarla como beneficiaria. En ese mismo pagadiario nadie tenía número de celular para contactarlos, entonces le pidieron, a un joven conocido de los encuestados, que diera el número de celular para que pudieran recibir las ayudas. Fue un número de contacto para 25 personas. 

Como todos los días, hubo cosas lindas y cosas difíciles. “Para mí lo bonito es sentir que uno puede aportar. Sentir que la gente esperaba algo de ti cuando entregaba la información. Uno tiene la conciencia de que está haciendo un trabajo, que yo no llamaría voluntario sino obligatorio si uno tiene las condiciones de salud y las posibilidades sanitarias. Fue muy lindo estar compartiendo eso con familias numerosas y muchas veces inmigrantes. Es un granito de arena en este gran mar de necesidades. Lo feo fue cuando varios integrantes de la comunidad empezaron a amenazarnos si no pasabamos por sus calles. Esas situaciones se nos salían de las manos, entendíamos la necesidad, pero no podíamos explicarles nuestro proceder”, cuenta Omar.

Continúe leyendo la historia de estos valientes y generosos voluntarios en los próximos días. 

Por Tania Calderón.