¡Hasta siempre, Dame Patate!
Crónicas

¡Hasta siempre, Dame Patate!

Con motivo del aniversario de un año de muerte Agnès Varda - 29 de marzo de 2019.

Tras la visita indeseable de la muerte, el 29 de marzo de 2019, la acera al frente de tu casa –en el número 88 de la calle Daguerre en París–, quedó sembrada por las patatas que dejaron a manera de ofrenda los que lamentaron tu ausencia. Patatas en las que escribieron: “Au revoir Dame Patate”; “Merci Agnès”; “Toujours avec toi, Agnès”; “On l’a grâce à toi!”, y un sencillo, pero elogioso y nostálgico saludo a tu posteri - dad, “Vive Varda!”, escrito en una hoja ante la que se situaron, como dos elfos, un par de patatas en forma de corazón.

Burlando la cronología de la vejez, pasaban los años y rejuvenecías. Desde que empezaras a mirar el mundo en un lejano 1928, cuando naciste en Ixelles (Bruselas) –donde también nació un escritor llamado Julio Cortázar, catorce años antes que tú, coincidiendo contigo en la geografía y en el derecho legítimo a no perder nunca la fascinación por el juego–; cuando empezaron a sucederse los días y abandonaste Bélgica con tu familia, para escapar de la guerra, llegando entonces a Sète, al sur de Francia, y al barco que fue la casa flotante de tu adolescencia.

Una aventura que te ancló después en París y en las revelaciones de la fotografía, seguidas por el cine y por las artes plásticas; por los universos paralelos que terminaron encontrándose en la pantalla –¡en la presencia de Jacques Demy, con quien viviste desde finales de los años 50 hasta su muerte, en 1990, compartiendo treinta y dos años de recuerdos que siempre estarían en tu memoria!–. Y en medio de todo esto, el rótulo que te dio tu público: “Dame Patate”. Por tu exhibición de una obra titulada Patatutopia en la Bienal de Arte de Venecia de 2003, por tus disfraces con los que aparentabas ser una patata gigante y por tu amor a los campesinos que las cultivan, vistos como héroes de la vida cotidiana en un documental que honra su oficio, Les glaneurs et la glaneuse (2000), hermanos de los campesinos que pintó Millet en El Ángelus, a mediados del siglo XIX, en un momento de recogimiento místico.

También hermanos tuyos, pues la cámara fue un instrumento que te permitió cosechar y recolectar imágenes en el transcurso de tu vida. Fue tu herramienta para detener el vértigo del tiempo y suspenderlo en las visiones congeladas de una fotografía –que nunca están del todo congeladas cuando el ojo les otorga el movimiento de las emociones que pueden transformar a quien las ve– o revivir a los fantasmas hechos de luz en el testimonio que descubre una película. Un artificio que habría eternizado a Dorian Gray sin el dramatismo que lo atormentó. El relato de Wilde, publicado cinco años antes de que el cine se estrenara en Berlín y en París como una invención desconcertante, le habría permitido a Gray disfrutar de una vanidad más plácida cuando se viera reflejado en el resplandor y el espejismo del tiempo perpetuado en la pantalla.

“Una imagen sólo existe si es mirada”, dijiste alguna vez, luego de recordar los regalos de la vida que más te apasionaron: el amor por el cine –que también era tu amor por Jacques Demy–, al que se sumaron la pintura, la familia, los rompecabezas, las tarjetas postales, las reproducciones de pinturas, las fotos tanto de los aficionados como de los grandes fotógrafos.

Que vivieras en la calle Daguerre fue otro regalo del azar. Monsieur Louis Daguerre, asociado con el pionero de la fotografía, monsieur Niépce, fijaron químicamente las primeras imágenes de algo tan difuso y pasajero como puede ser la realidad. El palomar y el granero retratados por Niépce en 1827 o la figura del hombre que se lustra los zapatos en el Boulevard du Temple en París, al que vemos con su silueta discreta desde que lo fotografiara Daguerre un día de 1839, anticiparon la coincidencia de la calle donde está la casa de color violeta que habitaste durante tantos años.

¿Más de 60? ¿Desde que fundaras tu productora, Ciné-Tamaris, a principios de los años 50, que tiene como logotipo la cara de un gato capaz de hipnotizar al espectador al inicio de tus películas? Fue el tiempo de tu primer largometraje, La Pointe-Courte (1955), cuando el cine importaba más que el dinero y el rumbo hacia la pantalla decidía la necesidad de narrar historias con imágenes, en contra de las acrobacias de la producción –un acto de heroísmo recordado por el Festival de Cannes, que a sus 72 años decidió hacerte un homenaje con el cartel del evento en el que apareces trepada a una torre de madera y en la espalda de quien te ayuda a filmar un fragmento de La Pointe-Courte; una metáfora del riesgo y de la manera como puede ser recompensado por la excepción del talento a la rigidez de las normas–.

Se iniciaba el repertorio de lo que sería después la vasta filmografía del hada madrina de la Nouvelle Vague: el drama de la mujer a la que amenaza la muerte en Cléo de 5 à 7 (1962); el feminismo sin radicalismos iracundos de L’une chante, l’autre pas (1977); la furia iconoclasta de Sandrine Bonnaire en Sans toit ni loi (1985); el recuerdo de la infancia y la adolescencia de Jacques Demy en Jacquot de Nantes (1991); un homenaje disparatado al cine, realizado con un centenar de amigos que asumieron el absurdo de la historia como una fiesta con cámaras en Les Cent et Une Nuits de Simon Cinéma (1995), y varios cortos y largometrajes documentales –sobre los universos políticamente épicos de Cuba, Vietnam y los Black Panthers, complementándose los tumultos de las ideologías con la intimidad de la vida en la Daguerre, filmada con un tono entrañable mientras tus vecinos describen sus oficios y dilemas a manera de viñetas biográficas en Daguerréotypes (1975)-.

Esa calle visitada por los espectadores que llevaron sus ofrendas de patatas y que vieron los cambios de registro en el humor de tus películas, agradeciendo la calidez para revisar la historia de tu vida en tus últimos títulos: Les Plages d’Agnès (2008); Visages, Villages (2017); Varda par Agnès (2019); donde no estás muerta ni durmiendo junto a Jacques Demy en la tumba del Montparnasse en la que te sepultaron. Al contrario: el cine, como una forma de vencer la insolencia de la muerte, te rescata a través de la cámara y te recibe en su memoria, donde permaneces. ¡Hasta siempre, Dame Patate.

Por Hugo Chaparro Valderrama