Entrevistas

“La justicia y la memoria son anhelos que se pueden ficcionalizar”

Laura Ortiz, autora de Sofoco, Premio Elisa Mújica 2020, habla sobre su proceso creativo, las contradicciones de Colombia y la compasión.
Sofoco, Laura Ortíz, Premio Elisa Mújica, Laguna Libros, 2021
Contenido

El río Magdalena. Ituango, sobre el río Cauca. Tigre, Putumayo. San Basilio de Palenque. Cali. Bogotá. Dabeiba, Antioquia. Chita, en las montañas de Boyacá. Ciénaga de Oro, Córdoba. Estos son los escenarios en los que transcurren los relatos de Sofoco, un libro que ofrece una nueva perspectiva sobre la naturaleza, la animalidad, la violencia y la cultura popular.

 

Laura Ortiz Gómez, su autora, trabajó muchos años como promotora de lectura en distintos territorios del país, tras estudiar literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Esos viajes —sobre todo la parte sensorial y el intercambio de historias con las comunidades, incluidos aquellos relatos en los que aparecían como personajes los actores del conflicto armado—, sumados a su experiencia migrante en Buenos Aires —donde estudiaba una maestría en Escritura Creativa—, son el corazón de estos cuentos.

 

La naturaleza como un personaje, el anhelo de justicia en un país de guerras que parecen no tener fin, que se repiten, la compasión, el olvido, la música y el caos son algunos de los temas que recorren los cuentos de este libro que en noviembre de 2020 fue elegido como ganador de la segunda edición del Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica 2020, otorgado por la Gerencia de Literatura del Instituto Distrital de las Artes - Idartes y la editorial Laguna Libros. El premio, que reconoce una obra inédita, de género narrativo, escrita por una autora colombiana, recibió 140 propuestas.

 

¿Cómo llegó a la promoción de lectura?

 

Mientras estudiaba literatura empezaron a surgir en mí muchas preguntas sobre cómo conectar el mundo académico con el mundo ‘real’, ya que la academia te permite pensar y cuestionar cosas, pero aún así me sentía desconectada. La promoción de lectura apareció y fue determinante en ese sentido. Esas experiencias, esos viajes, me marcaron porque encontré que las historias son algo que está muy vivo y que interpela a las personas y las transforma. No solo es el gesto de llevar un libro a las comunidades, sino que estas están llenas de libros: narraciones orales, sensaciones, experiencias, saberes.

 

Después de esta experiencia viajó a Argentina, ¿qué cambió?

 

Aquí encontré otro ángulo para acercarme a lo literario. Es decir, primero fui estudiante, luego promotora y después empecé a ver qué podía hacer creativamente. Ser migrante me permitió tener la impunidad de hablar sobre Colombia, y Sofoco fue la manera de digerir esas experiencias y tratar de responder las preguntas que tengo sobre el conflicto armado —que es tan difícil de entender—, y a la vez generar una teoría ficcional sobre qué pasaría o qué se puede sentir estando ahí.

 

El libro traza un mapa de Colombia —hay muchos territorios descritos—. ¿Cómo lo fue creando?

 

Viene de los viajes —sobre todo de la parte sensorial, que es el corazón de las historias—, pero también cada uno de los cuentos me llevó mucha investigación: me nutría de informes del Centro Nacional de Memoria Histórica y de crónicas periodísticas. Además, a partir de la experiencia en campo, empezaba a pensar en otras posibilidades de lo que sucedía con las personas que conocía: qué sentían, qué podían hacer con sus circunstancias.

 

Uno de los temas que se repite en los cuentos, me parece, es la pregunta por la justicia: siempre hay una transformación al respecto. ¿Qué significa la justicia en términos literarios?

 

Creo que en Sofoco hay una mirada compasiva sobre los personajes: todo lo hice desde un lugar visceral. Me enamoraba de los personajes y me costaba mucho encontrarles un final: quería protegerlos de alguna manera. ¿Por qué? La justicia es un anhelo que tenemos los colombianos y que se puede ver reflejado en la potencia de los movimientos sociales actuales, que buscan, a través de la memoria, reparar algo. Hay una condición cíclica en la historia del país que nos pesa a todos. Yo no me he sentido como una víctima del conflicto, pero mi condición de migrante me mostró que también tengo traumas —sin decir que quiero ocupar el lugar de las víctimas que hay en Colombia—. En Argentina me di cuenta del miedo y el dolor con el que vivimos, de que no se puede hablar de ciertas cosas, y creo que la justicia sería poder tener al menos un espacio para procesar ese dolor. Esto se puede con historias.

 

Me llamó mucho la atención el uso de diferentes puntos de vista en los cuentos. ¿Cómo se estructuran esas voces narrativas en Sofoco?

 

Fue una exploración intencional: buscaba un desafío. Creo que cuando uno está escribiendo es importante ponerse incómodo para no hacer el mismo truco de magia que uno ya sabe que le sale bien. Ponerse en ese lugar hace que la escritura no sea algo que uno controla y así pueden aparecer recursos que uno no conocía que tenía.

 

“La naturaleza es el libro de Dios” es una cita que aparece en uno de los cuentos. Mientras leía pensaba que la naturaleza era un personaje más. ¿Cómo se construyó esa relación a nivel creativo?

 

Es una frase de Quintín Lame. La naturaleza como personaje era una de las intenciones más explícitas que tenía a la hora de escribir. Procuré hacer que cada ecosistema estuviera vivo y fuera otro actor de las historias, incluso otro actor del conflicto. Creo profundamente que la naturaleza es el libro de Dios y que allí, en los ecosistemas, en las plantas y en los animales, hay unos misterios que están acechando —acompañando, oscureciendo, iluminando — y que hay una memoria ahí también: una memoria del conflicto. Cuando estuve en Sibundoy como promotora, por ejemplo, pude sentir cierta densidad en la tierra: una tristeza hecha de capas oscuras.

 

El cuento “Tigre americano: panthera onca” precisamente transcurre en Putumayo...

 

Ese cuento está inspirado en la masacre que hubo en Tigre, Putumayo, en 1999. Me impresionó mucho mientras leía el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica cómo la violencia sexual era parte del control del territorio ejercido por los paramilitares. Esa violencia está insinuada en el cuento y paso a explorar qué significa nacer en medio de esa violencia. Un niño o una niña es todo lo potencial, lo absoluto, pero una gestación marcada por esas circunstancias deja un dolor profundo. En el cuento me pregunto por esa voz.

 

¿Qué otras cosas buscaba en los personajes?

 

A cada uno lo pensé desde su particularidad y desde sus propias búsquedas. Creo que uno tiene ideas o preguntas sobre la vida y que cuando uno construye personajes no se pregunta por lo que debe ser alguien, sino por lo que puede ser. Es decir, intenté entenderlos desde sus limitaciones, deseos, contradicciones, desde su belleza y oscuridad. No son seres ideales: son seres que están ahí bajo sus circunstancias y hacen lo que pueden. Ahora bien, tengo cierta mirada sobre la literatura y creo que el texto no le pertenece al autor. El texto es algo que el lenguaje quiere que pase —es como si el lenguaje se manifestara a sí mismo— y en ese sentido es satisfactorio encontrar interpretaciones de lectores porque no son cosas que un autor controle o busque, algunas sí y otras no. El texto realmente completa su destino en los lectores.

 

¿Qué significa para usted el premio?

 

Es una gran oportunidad porque creo que los textos desean ser leídos. Estos premios, como el Elisa Mújica de Idartes y Laguna Libros, ponen un puente para que un texto encuentre a otros, a otras voces. El enfoque de género del premio me parece ideal porque estamos viviendo un gran movimiento y se suma como incentivo para que las mujeres escribamos y publiquemos. Una amiga que tiene una pequeña editorial en Buenos Aires me contó que por cada treinta textos que recibe solamente dos son escritos por mujeres. No tiene que ver con que no escribimos, sino que no nos animamos, y creo que sentimos más confianza cuando nos interpelan directamente.

 

Por Juan José Cuéllar

 

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