Crónicas

La memoria de los objetos

Puentes de diálogo con la propia vida.
Objetos expuestos
Contenido

¿Qué encierran esas sillas que rodean el corazón de las islas en las cuales están dispuestos los objetos? ¿Qué memorias vienen al espíritu al entender que el diseño y el arte siempre han sido una suerte de compañeros inseparables a pesar de que su uso y su destino sea contrario?

Esta tarde estuve en la exposición Departamento Temporal de los Objetos (Cultura material doméstica en Colombia 1950-2020), un proyecto de Liliana Andrade, con la investigación de Bernardo Ortiz, Giovanni Vargas y José Sanín, en la nueva Galería Santa Fe, en los bajos del Mercado de la Concordia. Además de sentir una especie de alegría inmensa por el espacio de la galería y su emplazamiento, pensé que muestras como estas activan algo en los espectadores que podría llamarse una memoria objetual y así aparecen, también, los relatos.

¿Qué encierran esas sillas que rodean el corazón de las islas en las cuales están dispuestos los objetos? ¿Qué memorias vienen al espíritu al entender que el diseño y el arte siempre han sido una suerte de compañeros inseparables a pesar de que su uso y su destino sea contrario?

Sillas de Jon Oberlaender, de Mateo López, de Adriana García, de Nicolás París, de Lina González y Ramón Laserna; sillas calcadas de diseñadores extranjeros que se volvieron parte de nuestra vida –las  Saaniren en las cuales la clase media se sentó durante años en los centros vacacionales de Colsubsidio–, sillas de Ervico, sillas de Rimax.

En el corazón de la exposición una serie de objetos –desde afiches a utensilios de cocina, desde Estralandia hasta viejos tarros de galletas La Rosa– que sirven como puentes de diálogo con la propia vida. De repente me encontré de frente con una biblioteca diseñada por Bima cuyas láminas de madera se ensamblaban con empaques negros de plástico, y le conté a mi hija que crecí viendo una biblioteca así en el cuarto de mi madre y de su esposo. Ahí se adivinaban los lomos de libros tan diversos como los de Morris West, JJ Benítez, Albert Camus y Gabriel García Márquez -editado por la Oveja Negra en ese momento–. Esos módulos encerraban, también, el primer televisor a color traído de San Andrés, marca Sony, junto a un Betamax en donde me formé viendo películas de Bruce Lee alquiladas en el Betatonio de la Calle 34 con Avenida 28.

 

Objetos expuestos

 

En uno de los módulos de la biblioteca descansa el clásico maletín  de cuero ABC con el cual muchos crecimos; más allá están los cuadernos Norma en los que hacíamos las tareas en los tempranos ochenta, antes de que los argollados desplazaran para siempre los ganchos.

La belleza –o la fealdad– de los objetos es discutible, pero lo que encierran para cada quien es único e importante. Mientras mi hijo pedía a gritos un Estralandia para armar –ya ven que el Lego no es lo único– y mi hija le mostraba las gallinitas de cristal en las que ponemos la sal en la mesa puse mi mirada en un viejo radio y eso me hizo pensar en las noches que pasé oyendo las historias de Pacheco, un celador que fue ciclista en los años setenta, pero debió retirarse por una lesión en su rodilla.

Todo eso y más producen los objetos. No me extenderé más sin decirles que se animen si están en Bogotá. No se defraudarán.

Gracias a Liliana, a los investigadores, y a todos los artistas, diseñadores, carpinteros, talabarteros –hay maletas SES que darían para un capítulo de mi infancia y los libros de mis mayores guardados allí– y personas que han puesto una intención en lo que hacen.

(La exposición estará abierta hasta el 31 de enero y deben inscribirse para ir).

 

Por Juan David Correa
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