No fue sino hasta ese momento inolvidable de su vida, frente al pelotón de fusilamiento, que Aureliano Buendía descubrió el poder de la memoria y la importancia que tenía mantener vivos los recuerdos que le dan sentido a la existencia. Lo recuerdo perfectamente, pues después se le ocurrió que marcando las cosas con su nombre se evitaría olvidar nombrarlas; fue un momento revelador para mí, todavía lo es. Me di cuenta de la gravedad que significaba no poder decir el nombre de algo, peor aún, desconocer para qué servía y por qué o para qué lo tenía. Ese día me puse en la tarea de leer todo lo que pudiera mientras estuviera vivo, haría tarjetitas mentales de cada texto, llenando mi mente de palabras y relaciones entre las palabras, armando un universo de conocimiento imposible de olvidar. Era como si cada libro, artículo o documento que leía se convirtieran en notas de papel con su nombre y su sentido de existencia.
Fue difícil imaginar un mundo en donde todos pierden la memoria y solo señalando pueden hacer entender qué es lo que quieren, dejando a los demás con la difícil tarea de descifrar el resto de su pensamiento y resolver el acertijo de sus deseos; asumiendo que algunos no somos víctimas de esa enfermedad que hace que todo se olvide.
En este encierro obligatorio en el que nos encontramos todos, algunos solos, me he sentido nuevamente en esa incómoda situación, tratando de no olvidar el mundo allá afuera… el nombre de mis compañeros de trabajo, el olor de la góndola de frutas y verduras del súper, la clave de acceso de mi equipo de oficina, la manera en cómo me tocaba él y la respuesta de mi piel. Siento el temor del olvido hasta de mi propia existencia. Los demás también me olvidarán a mí.
Me armé de valor y creé un plan infalible. Fue como si Melquiades se me hubiera presentado con una maleta llena de frascos y uno de ellos fuera la cura para el mal del olvido. Tal vez yo no puedo salir y conocer el mundo, ni las personas, pero puedo traerlos a mí y mantenerlos frescos, vivos en mi memoria. Gabo afirmó, en su obra autobiográfica Vivir para contarla, que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”[1]. En estos tiempos en donde la tecnología nos mantiene conectados los unos a los otros sin riesgo de contagio, pero cayendo en insoportables monotonías de challenges, escenas de jogging y ejercicios en la sala, sin mencionar a los que ya han perdido la cordura y dicen y hacen cosas absurdas; logré escapar por un momento, cerré los ojos y, al igual que Arcadio cuando se acordó, también frente al pelotón de fusilamiento, de las páginas que le leyó en voz alta Melquiades, que era la lectura la que me iba a salvar del aburrimiento. Recordé el mejor de los inventos de todos los tiempos, un “dispositivo de conocimiento bióptico organizado de nombre comercial Book”[2] que revolucionó la historia de la humanidad. Una disrrupción tecnológica sin cables ni baterías, pero compacto y portátil que puede estar conmigo siempre, acompañándome, llenándome de recuerdos y enseñándome maneras de contarlos; como cualquiera de los inventos maravillosos que los gitanos llevaban a Macondo.
Sí, los libros. Ellos me mantendrán conectado con el mundo haciéndome viajar alrededor de él, presentándome personajes maravillosos que no solo me contarán historias de la época, sino que dialograrán conmigo, compartiendo sus deseos, secretos, romances y hasta sus temores; una terapia clave para mitigar el riesgo sicosocial al que tanto le temen las autoridades de la salud. Conoceré lugares mágicos, de espacios abiertos, naturales, donde podré respirar el aire fresco sin tapabocas, sin tener que estarme desinfectando las manos con antibacterial. Quién lo creería, Los Buendía y sus siete generaciones, Melquiades, Remedios Moscote, Fernanda del Carpio y Apolinar Moscote, entre muchos más que conocí en Cien años de soledad, me regalaron la cura para este mal del encierro y el olvido inminente del que sería víctima si no me disfrutaba la literatura.
Leer es bueno. La lectura nos ofrece lo necesario para crecer y mejorar y, en muchos casos, de conocernos y encontrarnos con nosotros mismos. Leer me permite ampliar mi entendimiento del mundo real. Cada vez que termino un buen libro estoy lleno de respuestas a interrogantes que nadie podía resolverme y quedo con nuevas preguntas que me hacen enfocarme en nuevas metas. La lectura crea, recrea y transforma, afirma Ángel Gabilondo, catedrático de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid.
Ejercitar la mente con la lectura ayuda con nuestra concentración. Expertos dicen que es la única manera que tiene el cerebro para progresar. Yo les creo. Si no fuera cierto, por qué, aún en medio de la enfermedad del olvido, a cierto Buendía se le ocurrió marcar cada cosa con su nombre respectivo y luego Macondo entero colgara en las vacas letreros que decían: “Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”[3]. Al final había que leer cada tarjeta, aviso o letrero para mantenerse actualizados y concentrados en sus tareas. No es cuestión de escaparse y leer un poco para cambiar de rutina y distraerse del trabajo o la cotidianidad – que sí funciona –, sino todo lo contrario; es leer para activar, nutrir y enfocar la mente.
La sicología evolutiva menciona en alguno de sus tratados que leer es una acto antinatural. Me explico, no estar alertas durante la caza les podía costar la vida a nuestros ancestros, la tendencia del cerebro, dicen los sicólogos, es despistarse ante cualquier nuevo estímulo. En ese sentido, estarse quieto concentrado leyendo es antinatural. Sin embargo, aunque tiene sentido este argumento,
también lo es que únicamente la lectura exige “la concentración profunda al combinar el desciframiento del texto y la interpretación de su significado”[1]. Es decir, leer nos pone retos, nos activa zonas cerebrales que no solo permiten entender el funcionamiento del órgano, sino que abre la principal pregunta y objeto de la neurociencia hoy día ¿Cómo funciona la mente cuando leemos?
Otros conocedores de la importancia de leer han demostrado que cuando lo hacemos vivimos la historia y vida de los personajes como propias. Podemos oler los mangos mientras hacen curry en La estación de los aromas, sentir el frío de la cera con la que Jean Baptiste Grenouille cubría los cuerpos de las doncellas asesinadas en El perfume, probamos las codornices bañadas en salsa de chocolate en Como agua para chocolate o sentimos el terror de Clarice Starling mientras persigue a ciegas al asesino en serie Bufalo Bill en El silencio de los corderos. Recuerdo el pasaje en que Amaranta Úrsula trae de Europa a Macondo una jaula llena de medio centenar de canarios para repoblar de aves al pueblo, es tal la descripción que hace Gabo de la escena que podemos escuchar a los pájaros cantar en tal algarabía. Los libros nos hacen artistas, héroes; nos hacen reír, llorar. Activan nuestros sentidos y nos hacen sentir vivos sin importar el género. Desde la comedia de Helen Fielding, pasando por el drama de Emily Brontë, el suspenso de Umberto Eco, el romanticismo de William Shakespeare, el terror de Stephen King hasta llegar a la fantasía de J. K. Rowling, la lectura nos emociona y divierte mientras nos educa y ubica en contextos que solo por ella podremos conocer.
Créanme, luego de un buen libro, pensar en el reporte que se debe subir al Secop II, diligenciar el informe de pago del mes o escribir dos crónicas semanales por solicitud expresa de tu jefe, serán acciones más fáciles de desarrollar.
Por eso quiero contagiarlos con el virus de la lectura. Aprovechar este momento coyuntural que vivimos en todo el planeta y conectarnos con la literatura. Al igual que Melquiades leamosles en voz alta a nuestros hijos y llevémoslos a sentir el poder de la lectura. Leamos en soledad o en compañía, en la cama acostados o en el sofá de la sala con una copa de vino al lado.
Les comparto una serie de libros publicados por el Idartes para el programa de lectura distrital Libro al Viento. Cinco títulos para empezar con esta cura para el aburrimiento y el olvido:
Espero que, al igual que yo, sigas los consejos de Aureliano y José Arcadio, buscando en la lectura la posibilidad de identificar y reconocer este mundo macondiano que tanto nos ofrece y descubrir en los otros, esos personajes y sus historias, reflejos de tu existencia y, por qué no, posibilidades de nuevas formas de ser y vivir, para subsistir y no morir en la soledad y el olvido.
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