Campesinos y artistas hacen de Bogotá una ciudad que baila
Han pasado 40 días y 40 noches desde que César Monroy permanece en su casa, en soledad, y no por decisión propia, como tantas otras personas en el mundo. Su primera confusión es ver cómo la vida cambia física, espiritual y emocionalmente por el aislamiento; lo segundo, es atender el boom de las clases, talleres, foros, conversatorios y videos de danza que se ofertan en las redes sociales en busca, quizá, de una nueva manera de movimiento; es como un alarido de quienes han perdido la relación con el otro.
César es un bailarín nato, desde sus cinco años ha pisado escenarios artísticos, inspirado en el folclor ha guiado miles de cuerpos y hoy, con más de 40 años de carrera, tiene la posibilidad de observar cómo el arte del movimiento se adecúa a cada tiempo, a cada espacio y a cada cultura, con la plena convicción de que la danza, como primigenia de todas las artes, permanecerá mientras la humanidad viva porque es una manifestación que está presente en su andar, su respiración y su corazón.
Y es que la danza apareció incluso antes de que el ser humano hablara, es, como asegura César en varias de sus investigaciones, parte del ADN y de las leyes genéticas de hombres y mujeres sin distinción de edad o clase social; es en resumen, un impulso que se tiene a flor de piel, más aún en Colombia, donde se baila con los ojos y con las manos, donde existen personas histriónicas que para decir tan solo una cosa usan todo el cuerpo, y donde la gente siempre se mueve y baila, así no esté bailando.
Ese gen de movimiento se ha ido adecuando con el paso de los años gracias a su capacidad infinita de responder a las dinámicas del mundo. Viene a la mente de César, por ejemplo, la época del trabajo agrario, cuando el campesino empezó a crear representaciones de las siembras, la recolección de frutas y toda su manifestación laboral; más adelante, la era industrial con sus grandes máquinas y fábricas fueron inspiración para los movimientos robóticos que dieron paso a géneros modernos y contemporáneos; de ahí, una ola urbana y de rock and roll puso a bailar al mundo entero.
Históricamente, los portadores naturales de estas manifestaciones han sido los campesinos, sembradores, pescadores, el hombre agrario y la mujer rural, quienes producen desde sus territorios no solo los frutos para alimentar a la humanidad, sino también la semilla cultural que permite mantener vivas las tradiciones de los pueblos; ellos son los dueños de las bases populares de la danza y seguirán bailando pese a los cambios que enfrente la humanidad, para que sus raíces culturales perduren. Aún cuando los grandes grupos y famosas compañías se detengan, ellos cantarán y bailarán sin esperar nada a cambio.
En la otra cara de la moneda están aquellos hombres y mujeres que han dedicado su vida al arte, son los embajadores que representan esas bases populares de los territorios a través de un espectáculo regido por las leyes del escenario: luces, sonido, vestuario, colores y coreografías. El campesino baila sin estar preocupado por eso, pero son los artistas quienes se enfrentan a un público diverso para que los vean danzar y aplauda la cultura desde su sentir, reconociendo la esencia de la danza y los pilares básicos que no se pueden perder para que siga siendo la herencia de los pueblos porque, como señala César, la cumbia siempre será una cumbia si conserva los pasos, aún cuando los genes del movimiento se transformen.
Pero ahí no se detiene el legado, lejos de las bases populares y los escenarios está una gran mayoría de personas que se encuentran inmersas en la danza, sin ninguna intención de convertirse en artistas, pero sí de disfrutar su cuerpo en movimiento. Basta con recordar que la salsa salió de la discoteca y el tango de la milonga, antes de ser puestos en escena; ahí también está la danza, en un pueblo diverso que habita su cuerpo y disfruta la libertad de expresión a través del movimiento, ya sea como diversión, manifestación o voz espiritual.
Todo esto es lo que ha logrado observar César durante su vida artística, el productor, realizador, bailarín y coreógrafo nacido en Armero y formado entre Huila y la capital colombiana, para quien la danza es un derecho fundamental. “Podemos disfrutar nuestro cuerpo con un movimiento rítmico acompañado de música, o sin música. El primer espacio es el derecho al divertimento, a compartir socialmente la danza; Colombia es un país que baila, bien o mal todos lo hemos hecho, pero sin hacer una escultura. Aquí todo lo celebramos con fiesta”, menciona casi bailando.
En medio de su conversación interior, cuando al fin tiene un poco de tiempo para dedicar a los trabajos de investigación que adelanta desde su casa, entre la infinidad de invitaciones y ofertas virtuales, César recuerda una nueva disyuntiva, que realmente no es tan nueva: la desigualdad de género, que está presente en la danza colombiana; es todo un imaginario cultural marcado por la tradición: la niña hace ballet y el hombre practica fútbol o karate porque eso le forma la personalidad varonil que exige la sociedad.
César, quien fue gerente de danza del Instituto Distrital de Cultura y Turismo entre 1995 y 2003, comparte al mundo sus análisis a través de libros, conferencias y presentaciones, para que la humanidad comprenda que la danza es un espacio para ser uno mismo, para crear, expresarse y encontrarse, sin importar las condiciones sociales o la sexualidad de quienes se suben al escenario; sin embargo, aún existe toda una creencia cultural que estigmatiza, desde diferentes puntos de vista, a hombres y mujeres del campo artístico que han tenido que enfrentar prejuicios en diferentes épocas de la historia.
En su artículo La puta danza, por ejemplo, expone cómo las mujeres que se dedicaban al arte, la cultura, la danza, el teatro o el circo, eran señaladas como casquivanas o mujeres de la vida alegre; motivo por el cual, a finales del siglo XIX se crearon las mojigangas y las gandarillas, grupos de jóvenes varones que representaban los papeles femeninos, para evitar que la mujer se presentara en el campo escénico porque era mal vista, pese a que socialmente la campesina bailaba junto a los hombres sin ninguna preocupación.
Si bien esto se ha venido transformando con el paso de los años, aún existen casos de discriminación que han sido expuestos en Danza virtual, otra de las obras de César Monroy que en su capítulo Las mil historias de mujeres en danza, cuenta cómo una mujer cuando es minoría en un grupo, sigue siendo relegada porque tiene obligaciones de madre, esposa y ama de casa; contrario a eso, un hombre en medio de muchas mujeres es cuidado y privilegiado, los protegen porque hay pocos que se arriesgan a bailar en los diferentes campos, pero especialmente en el folclor.
Pero ese no fue el caso de César Monroy, el fundador de Los danzantes, industria creativa y cultural de Colombia, a quien parece que el número 40 lo persigue; y es que precisamente hace 40 años, él junto con su entonces compañera de vida y sus seis hijos, se unieron a un grupo de campesinos y bailaron para poder sobrevivir, era como un circo ambulante que hacía espectáculos inspirados en el folclor; esto porque en su casa siempre estaba presente la música, el arte y el baile colombianos, incluso cuando dio sus primeros pasos en Neiva, en la academia departamental de danza, con 40 niñas y un solo hombre, él.
Sus mentores siempre han sido los campesinos de varias regiones de Colombia, pero ahora es consciente de que existen otros géneros que permiten la inclusión de los hombres en el baile artístico; este es el caso de la danza urbana, donde los prejuicios se han superado más, permitiendo que los varones hagan parte de grupos de break dance, pop dance, street dancer y bailes urbanos, donde no es cuestionada su masculinidad como sucede generalmente en la danza tradicional, que tiene inmersa una cultura machista mucho más fuerte.
Lo anterior ha hecho que la danza se transforme, no solo abriendo espacios más seguros para hombres y mujeres, sino también porque ahora se baila en colectivo, como se hacía en las épocas primitivas, donde cada uno se mueve a su ritmo, se enfoca en su pensar y en su sentir, sin importar lo que sucede alrededor. Es un nuevo espacio donde la gente puede conversar bailando y hacer otras tantas cosas mientras su cuerpo se mueve respondiendo a la música y a las capacidades de su ser.
Ante eso, viene a la mente de César el recuerdo de aquellos años donde solo era común bailar en pareja, tema que trata en uno de sus talleres virtuales, donde explica que para danzar en dúo se tiene que haber bailado primero consigo mismo, como esas veces en las que se baila con la escoba o el trapeador mientras se limpia la casa; son procesos de entrenamiento para cuando se decida hacer el movimiento con algo vivo, con otra persona. Esa es la clave de cualquier proceso humano, primero conocerse a sí mismo en todos los campos: psicológico, sexual, corporal y profesional.
Este hombre, que siempre ha vivido del cuerpo y del baile, abrazando y sintiendo las 24 horas, enfrenta hoy un gran reto al igual que los millones de profesionales de la danza, a quienes le han quitado la razón de la proximidad y ahora tienen que estar consigo mismos; pero sus amplios conocimientos en el campo artístico le permiten ser un tanto futurista, pese a conocer que en la actualidad las personas rechazan el contacto en un mundo que fue creado para relacionarse, asegura que del baile se podrá seguir viviendo bien, dignamente y honestamente, como él lo hecho durante estos más de 40 años.
Aunque no se sabe de qué forma o de cuál manera, para César es claro que Colombia seguirá moviéndose mientras la humanidad esté viva; Bogotá, por ejemplo, tiene una colcha de géneros, como de retazos, que están pensados para presentar en escenarios físicos y virtuales. Aquí, menciona, se pueden encontrar más de 200 grupos de adultos mayores que danzan, hay aficionados que se piensan como bailarines, y profesionales que dependen económicamente de la danza; todos tienen un gran movimiento que hace de la capital una ciudad que baila.
También hay muchas tareas por hacer y fundamentalmente con los niños y las niñas que son la semilla para sembrar y cosechar la danza desde diferentes espacios de la ciudad, el país y el mundo entero; sin embargo, como asegura César, es un trabajo que depende en gran medida del interés de los padres porque si no hay un adulto cómplice, no se tendrá un amante del arte. Este es el mensaje de César Monroy, el cofundador de los Festivales al Parque que actualmente están a cargo del Instituto Distrital de las Artes - Idartes, quien espera, como los 40 ladrones de Alí Baba, el fin del confinamiento, esta vez, para que la humanidad se pueda volver a abrazar, dando paso a unas formas distintas de movimiento.
Por Yeimi Díaz Mogollón