La clepsidra marca la hora en el Tachung sz’, en la Torre de la Gran Campana: ahora el mazo se ha levantado para golpear sobre los labios del monstruo de metal –los enormes labios con inscripciones de textos budistas del sagrado Fa-hwa-King, con los capítulos del sacrosanto Ling-Yen-King. ¡Escuchen la respuesta de la gran campana! ¡Qué voz tan maravillosa, aunque no posea lengua! ¡Kon-gai! Todos los pequeños dragones en los altos y salientes aleros de los techos verdes tiemblan hasta la punta de sus doradas colas bajo esa profunda ola de sonido; todas las gárgolas de porcelana tiemblan en sus nichos tallados; todas las cientos de pequeñas campanas de las pagodas tiemblan con el deseo de hablar. ¡Kon-gai!... Todas las tejas verdes y doradas del templo están vibrando; los peces dorados de madera se contorsionan encima hacia el cielo; el dedo levantado de Fo se agita por encima de las cabezas de los fieles a través de una azulada niebla de incienso. ¡Kon-gai! ¡Qué rumor de tormenta era aquel! ¡Todos los duendes laqueados en las cornisas del palacio retuercen sus lenguas color del fuego! Y después de cada fuerte sacudida, qué maravilloso ese eco múltiple y el enorme lamento dorado y, finalmente, el súbito lamento sibilante en los oídos cuando el inmenso tono se desvanece en quebrados susurros de plata, como suspiraría una mujer, “¡Hiai!” De este manera la gran campana ha sonado cada día durante casi quinientos años: Ko-Ngai; primero con repique estupendo, después con inexpresable lamento de oro, finalmente con un murmullo plateado, “¡Hiai!”. Y no existe siquiera un niño en todas las multicolores rutas de la vieja ciudad china que no conozca la historia de la gran campana, que no pueda contar por qué la gran campana dice ¡Ko-Ngai y Hiai!

Entonces esta es la historia de la gran campana del Tachung sz’, tal como se relata en el Pe-Hiao- Tou-Choue, escrito por el sabio Yu-PaoTchen, de la ciudad de Kwang-tchau-fu.

Hace aproximadamente quinientos años, el Celestial Augusto, el Hijo del Cielo, Yong-Lo, de la dinastía “Ilustre” o Ming, le ordenó al brillante funcionario Kouan-Yu que debía construir una campana de tal tamaño que su sonido debería escucharse a unos cien li[1] de distancia. Exigió además que la voz de la campana fuera fortalecida con bronce, oscurecida con oro y suavizada con plata; y que su rostro y sus grandes labios fueran grabados con bendiciones de los libros sagrados, y que debería quedar suspendida en el centro de la capital imperial para que sonara a lo largo de todos los caminos coloridos de la ciudad de Pe-King[2].

Entonces el notable mandarín Kouan-Yu reunió a los maestros moldeadores y los más renombrados forjadores de campanas del imperio, y a todos los hombres con la mejor reputación y destreza en el oficio de la fundición; y calcularon los materiales para la aleación, los trataron con destreza y prepararon los moldes, los hornos, los instrumentos y el monstruoso crisol donde fundir el metal. Trabajaron sin descanso, como gigantes a quienes no les importara el descanso, ni el sueño, ni de las comodidades de la vida; empeñados tanto de noche como de día para obedecer a Kouan-Yu y esforzándose en cada cosa para hacer lo mejor para el Hijo del Cielo.

Pero después de que el metal se vació y se separaron los moldes de barro de las incandescentes piezas fundidas, se descubrió que, a pesar del gran esfuerzo y de los incesantes cuidados, el resultado no valió la pena; pues los metales se habían rebelado los unos contra los otros: el oro había despreciado aliarse con el bronce, la plata no se mezclaba con el hierro fundido. Entonces los moldes tuvieron que prepararse de nuevo, y encenderse una vez más los hornos, y volverse a mezclar los metales y repetir todo el trabajo de manera tediosa y fatigante. El Dios de los Cielos se enteró y se enfureció, pero no dijo nada.

La campana quedó lista por segunda vez y el resultado fue aún peor. Los metales rechazaban con obstinación mezclarse uno con el otro y no había uniformidad en la campana, sus costados estaban resquebrajados y fisurados y los labios escoriados y partidos en dos; de modo que el trabajo debió repetirse incluso una tercera vez para gran decepción de Kouan-Yu. Y cuando el Dios del Cielo escuchó todo esto, se mostró aún más enojado que antes y envió a su mensajero con una carta para Kouan-Yu, escrita sobre seda de color limón y lacrada con el sello del Dragón, donde estaban las siguientes palabras:

“De parte del Poderoso Yong-Lo, el Sublime Tait-Sung, el Celestial y Augusto, cuyo reino es llamado ‘Ming’, para Kouan-Yu, el Fuh-yin: En dos oportunidades has traicionado la confianza que nos hemos dignado a depositar amablemente en ti; si fallas una tercera vez en cumplir con nuestro mandato, tu cabeza será separada de tu cuello. ¡Tiembla y obedece!”.

Resulta que Kouan-Yu tenía una hija de un atractivo deslumbrante, cuyo nombre –Ko-Ngai– estaba siempre en boca de los poetas y cuyo corazón era aún más hermoso que su rostro. Ko-Ngai amaba a su padre con tanta devoción que había rechazado a un centenar de propicios pretendientes para no dejar el hogar en desolación con su ausencia; y cuando leyó la terrible misiva amarilla, lacrada con el Sello del Dragón, perdió el conocimiento ante el temor por la suerte de su padre. Cuando recuperó la conciencia y las fuerzas, no pudo descansar ni dormir pensando en el peligro que enfrentaba su padre, hasta que vendió en secreto algunas de sus joyas y con el dinero así obtenido se dirigió veloz donde un astrólogo y le pagó una gran suma para que la aconsejara de qué manera se podría salvar su padre del peligro que pendía sobre él. Entonces el astrólogo observó los cielos, y señaló el aspecto del Arroyo Plateado (al que nosotros llamamos la Vía Láctea), y examinó los signos del Zodíaco –el Hwang-Tao o Camino Amarillo– y consultó la tabla de los Cinco Hin, o Principios del Universo, y los libros místicos de los alquimistas. Después de un largo silencio, le dio una respuesta diciendo: “El oro y el bronce nunca contraerán matrimonio,la plata y el hierro nunca se abrazarán, hasta que la carne de una doncella no se mezcle en el crisol, hasta que la sangre de una virgen no se mezcle con los metales en su fusión”. KoNgai regresó a casa con dolor en el corazón; pero mantuvo en secreto todo lo que había escuchado y no le contó a nadie lo que había hecho.

Finalmente llegó el día terrible cuando había que llevar a cabo el tercer y último intento de fundir la gran campana, y Ko-Ngai, junto a su dama de honor, acompañó a su padre hasta la fundición y tomaron su lugar en lo alto de una plataforma para observar el trabajo con los moldes y la lava del licuado metal. Todos los obreros realizaban su trabajo en silencio, el único sonido que se escuchaba era el rumor de los hornos. Y el rumor se transformó en un profundo rugido como el rumor de los tifones cuando se acercan, y el lago rojo sangre del metal brilló lentamente como el bermellón de un amanecer, y este bermellón se transmutó en un radiante brillo como de oro, y el oro emblanqueció hasta la ceguera, como el rostro plateado de una luna llena. Entonces los obreros dejaron de alimentar la hambrienta llama y todos fijaron los ojos en los ojos de Kouan-Yu, quien se preparó para dar la señal de empezar a fundir.

Pero cuando levantó el dedo, un grito le hizo girar la cabeza y todos oyeron la voz de Ko-Ngai que sonaba tan dulce como la canción de un pájaro por encima del estruendo de los hornos tronar de los fuegos: “¡Por ti! ¡Oh, padre mío!”. Y mientras gritaba estas palabras, se lanzó al torrente blanco de metal, y la lava del crisol rugió para recibirla, esparciendo monstruosas chispas de fuego hasta el techo, y explotó por encima del borde del cráter de tierra y arrojó un torbellino de llamas de diferentes colores, y se hundió temblando, con relámpagos y truenos y retumbos.

Entonces el padre de Ko-Ngai, enloquecido por el dolor, se habría lanzado detrás de ella si aquellos hombres fuertes no lo agarran y sostienen con firmeza hasta que se desmayara y pudieran cargarlo hacia su casa como un muerto. Y la doncella de Ko-Ngai, aturdida y muda por el dolor, se mantuvo frente al horno, sosteniendo aún entre sus manos un zapato, un diminuto y delicado zapato, con un bordado de perlas y flores: el zapato que había sido de su hermosa ama. Pues había intentado atrapar a Ko-Ngai por el pie al momento de saltar, pero sólo había podido atrapar el zapato, y el delicado zapato se zafó en su mano.Y permaneció mirándolo como alguien que se ha vuelto loco.

A pesar de todas estas cosas, la orden del Celestial y Augusto debía ser obedecida y la tarea de los fundidores debía terminarse, por más inútil que pudiera ser el resultado. Sin embargo, el brillo del metal parecía más puro y más blanco que antes; y no había señales del bello cuerpo que había sido enterrado allí. Entonces se realizó la dura fundición y ¡Oh!, cuando el metal se enfrió, se descubrió que la campana era hermosa de contemplar y con una forma perfecta, y con un maravilloso color superior al de todas las otras campanas. Tampoco se hallaron rastros del cuerpo de Ko-Ngai, pues había sido totalmente absorbido por la preciosa aleación y disuelto en la perfecta combinación del bronce con el oro, en el entremezclado de la plata con el hierro. Y cuando tocaron la campana, encontraron que sus tonos eran más profundos, melodiosos y potentes que los de cualquier otra campana, superando incluso la distancia de los cien li, como el repique de un trueno veraniego. E incluso también como una inmensa voz pronunciando un nombre, un nombre de mujer, el nombre de Ko-Ngai.

Y aun hoy, entre cada poderoso repique se oye un largo lamento casi imperceptible y ese lamento siempre termina con el sonido de un sollozo y una queja, como si una mujer que llora murmurara: “¡Hiai!”. Y aun hoy, cuando la gente escucha ese gran lamento dorado guarda silencio; pero cuando el agudo y dulce estremecimiento invade el aire, con el lamento de “¡Hiai!”, entonces todas las madres de la China en todos los coloridos callejones de Pe-King les susurran a sus pequeños: “¡Escuchen! ¡Esa es Ko-Ngai llorando por su zapato! ¡Es Ko-Ngai llorando por su zapato!.”

Algunos fantasmas chinos, 1887

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[1] Un li mide aproximadamente medio kilómetro. (N. del T.)

[2] Pekín.