Una vez, cuando Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen, viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en un distrito montañoso donde no había nadie que lo guiara. Durante largo tiempo vagó sin rumbo; y ya empezaba a desesperarse de hallar un refugio para la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que se construyen para los monjes solitarios. Parecía estar en ruinas, pero Musõ se apresuró en dirección a ella y descubrió que la habitaba un monje de avanzada edad, a quien le rogó el favor de alojarlo por esa noche. El anciano rehusó con mal humor a su petición, pero le indicó a Musõ la dirección de una aldea, en un valle adyacente, donde se podía encontrar alojamiento y comida.

Musõ se encaminó hacia la aldea, formada por menos de una docena de granjas y fue amablemente recibido en la morada del jefe del lugar. Había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal cuando Musõ llegó, pero lo condujeron hasta un pequeño cuarto aparte, donde de inmediato le ofrecieron alimentos y cama. Como estaba tan cansado, Musõ se acostó muy temprano; pero un poco antes de medianoche lo despertó el ruido de un fuerte lamento que provenía del aposento de al lado. En ese mismo instante se deslizaron las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo:

–Venerable señor, es mi penoso deber informarle que ahora soy el responsable principal de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando usted llegó aquí, cansado como estaba, no quisimos que se sintiera incómodo de ningún modo: por lo tanto, no le anunciamos que mi padre había muerto apenas unas horas antes. Las personas a las que vio en el cuarto contiguo son los habitantes de esta aldea; se han congregado aquí para rendirle un último tributo al muerto; y pronto se marcharán a otra aldea, unas tres millas de aquí, pues, por costumbre nuestra, ninguno permanece en la aldea durante la noche después de alguna muerte. Hacemos las ofrendas y plegarias necesarias, y luego nos vamos, dejando al cadáver solo. Suceden cosas extrañas en la casa donde queda el cadáver, así que pensamos, que sería mejor que viniera con nosotros. Podemos encontrarle buen alojamiento en la otra aldea. Pero, quizás, como usted es un sacerdote, no tendrá temor a los demonios y a los espíritus malignos; y, si no siente temor de quedarse solo con el muerto, será bienvenido de hacer uso de nuestro humilde hogar. No obstante, debo decirle que nadie, excepto un sacerdote, se atrevería a permanecer aquí esta noche.

Musõ respondió:

–Por sus amables intenciones y generosa hospitalidad, me siento profundamente agradecido. Pero lamento que no me hayan dicho nada sobre la muerte de su padre cuando llegué, pues, aunque estaba algo cansado, no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir con mis deberes sacerdotales. De habérmelo dicho, habría administrado el servicio antes de su partida. Así las cosas, administraré el servicio una vez se retiren, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué se refiere al hablar del peligro de quedarme aquí a solas; pero no le temo ni a espectros ni a demonios: así que, por favor, no sienta ningún temor por mí.

El joven pareció alegrarse por estas afirmaciones y expresó su gratitud con palabras apropiadas. Entonces, los demás miembros de la familia, y los aldeanos reunidos en el cuarto contiguo, enterados de las promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego el dueño de la casa dijo:

–Ahora, venerable señor, aunque nos duela mucho dejarlo a solas, debemos despedirnos. Por las leyes de nuestra aldea, ninguno de nosotros puede permanecer aquí después de medianoche. Le imploramos, amable señor, que cuide por completo de su honorable cuerpo, ya que nosotros no podremos atenderlo. Y si acaso llegara a oír o ver o algo extraño durante nuestra ausencia, le rogamos por favor que nos lo cuente cuando regresemos por la mañana.

Todos dejaron la casa excepto el sacerdote, quien se dirigió al cuarto donde yacía el cadáver. Ante el cuerpo, habían depositado las ofrendas habituales; y ardía un tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las plegarias y llevó a cabo las ceremonias fúnebres, y después entró en una profunda meditación. Así permaneció meditando durante varias horas en silencio; y no se escuchaba ni un sonido en la aldea desierta. Pero, cuando el silencio de la noche llegaba a su punto más profundo, una Forma, vaga e inmensa, entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musõ se encontró sin el poder de moverse ni hablar.Vio cómo la Forma levantaba el cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba, con mayor rapidez que un gato devorando una rata; comenzó por la cabeza y se tragó todo: el pelo, los huesos y aun el sudario. Y la Criatura monstruosa, después de consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró. Luego se fue, tan misteriosamente como había llegado.

Cuando los aldeanos regresaron a la mañana siguiente, hallaron al sacerdote ante las puertas de la casa principal. Todos lo saludaron y, cuando entraron y miraron alrededor del cuarto, ninguno mostró sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño de la casa le dijo a Musõ:

–Venerable señor, es probable que haya visto cosas desagradables durante la noche: todos estábamos ansiosos por su salud. Pero ahora estamos muy contentos de hallarlo sano y salvo. Felizmente nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero según las leyes de nuestra aldea, como le informé anoche, nos ordenan abandonar las casas después de ocurrido un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se incumplió la ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Quizás usted haya visto la causa.

Entonces Musõ le habló de la tenue y horrible Forma que había entrado en la cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció sorprenderle esta revelación; y el dueño de la casa señaló:

–Lo que nos acaba de contar, venerable señor, coincide con lo que se ha dicho al respecto desde tiempos remotos.

Musõ preguntó entonces:

–¿El monje de la colina no suele prestar los servicios fúnebres para sus muertos?

–¿Cuál monje? –preguntó el joven.

–El monje que ayer por la noche me señaló la dirección de esta aldea –respondió Musõ–. Pasé por su anjitsu, allá en la colina. Rehusó darme alojamiento, pero me indicó el camino hasta acá.

Todos se miraron entre sí, como atónitos; y, después de un momento de silencio, el jefe de la casa declaró:

–Venerable señor, no hay ningún monje ni anjitsu en la colina. Desde hace muchas generaciones ningún monje reside en este distrito.

Musõ no dijo nada más al respecto, pues resultaba evidente que sus amables anfitriones suponían que había sido engañado por alguna ilusión sobrenatural. Pero después de despedirse, y de obtener toda la información necesaria para proseguir su camino, decidió buscar de nuevo la ermita de la colina para confirmar si en realidad había sufrido o no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad y, esta vez, el anciano lo invitó a seguir. En cuanto Musõ entró, el anciano le hizo una humilde reverencia y exclamó:

–¡Ah! ¿Me siento avergonzado...? ¡Me siento muy avergonzado...! ¡Me siento terriblemente avergonzado!

–No tienes por qué avergonzarte por haberme negado alojamiento –dijo Musõ–. Me diste la dirección de la aldea vecina, donde fui tratado con suma amabilidad; y te agradezco el favor.

–No puedo ofrecer alojamiento a ningún ser humano –respondió el ermitaño–, y no es por haberme negado que siento vergüenza. Me avergüenza que me hayas visto en mi verdadera forma... pues fui yo quien anoche devoró el cadáver y las ofrendas ante tus propios ojos... Sepas, venerable señor, que soy un jikininki[1], un devorador de carne humana. Ten misericordia de mí y permíteme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición.

“Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro sacerdote en muchas leguas a la redonda. Así que, en esa época, los cuerpos de los montañeses muertos solían traerlos hasta aquí –algunas veces desde grandes distancias– para que yo realizara los servicios sagrados sobre ellos. Pero yo repetía los servicios y cumplía con los ritos sólo por negocio; pensaba sólo en la comida y las vestimentas que mi sacra profesión me permitía obtener. Y como consecuencia de este impío egoísmo reencarné, inmediatamente después de mi muerte, en la forma de un jikininki. Desde entonces estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en este distrito: debo devorarlos a todos y a cada uno de la manera como viste anoche... Ahora, venerable señor, permite que te ruegue que lleves a cabo un sacrificio Ségaki[2] para mí: ayúdame con tus plegarias, te lo imploro, para que muy pronto logre liberarme de esta espantosa existencia...”

No acababa de hacer el ermitaño esta petición cuando desapareció; y también desapareció la ermita, en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló de rodillas a solas, en el pastizal, al lado de un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman gorin-ishi[3], y que parecía ser la tumba de un sacerdote.

Kwaidan, 1904

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[1] Literalmente, un duende come-hombres. El narrador japonés da también el término sánscrito Râkshasa, pero esta palabra es tan vaga como Jikininki, puesto que existen muchas clases de “râkshasas”. Aparentemente el término Jikininki significa aquí uno de los Baramon-Rasetsu-Gaki, que forman las veintiséis clases de pretas enumeradas en los antiguos libros budistas. (N. del A.)

[2] Un sacrificio ségaki es una ofrenda espacial budista celebrada en honor a los seres que supuestamente han entrado a la condición de gaki (pretas), o espíritus hambrientos. Para una breve referencia a este servicio, véase mi Japanese miscellany. (N. del A.)

[3] Literalmente “piedra de cinco círculos” (o “cinco zonas”). Monumento funerario que consiste de cinco partes superpuestas , simbolizando los cinco elementos místicos: éter, aire, fuego, agua, tierra. (N. del A.)