Una vez conocí a un adivino que creía verdaderamente en la ciencia que profesaba. Había aprendido, como estudiante de la antigua filosofía china, a creer en la adivinación mucho antes de pensar en practicarla. Durante su juventud había estado al servicio de un adinerado daimyõ, pero más tarde, como otros miles de samurais, se vio reducido a la desesperada penuria por los cambios políticos y sociales de Meiji. Fue entonces cuando se convirtió en adivino –un uranaiya itinerante–, viajando a pie de ciudad en ciudad, y regresando a la casa si acaso una vez al año con las ganancias de su viaje. Como adivino tenía bastante éxito; sobre todo, creo, por su completa sinceridad, y por una peculiar actitud amable que inspiraba confianza. Su sistema era el de los antiguos sabios: usaba el libro conocido por los lectores de lengua inglesa como el Yi-King; como también un juego de piezas de ébano que podían acomodarse para formar cualquiera de los hexagramas chinos; y siempre comenzaba su adivinación con una sentida plegaria a los dioses.
Sostenía que este sistema era infalible en las manos de un maestro. Confesaba haber hecho algunas predicciones erróneas; pero decía que esos errores se habían debido enteramente a su propia incomprensión de ciertos textos o diagramas. Para hacerle justicia debo mencionar que en mi propio caso (me leyó la suerte cuatro veces) sus predicciones se cumplieron de tal modo que me asustaron. Es probable que ustedes no crean en la adivinación, e intelectualmente la desdeñen; pero algo de una heredada tendencia supersticiosa se esconde en la mayoría de nosotros; y unas cuantas experiencias extrañas pueden apelar tanto a esa herencia como para inducir la esperanza o el temor más irracionales de la buena o mala suerte augurada por algún adivino. Ver de verdad nuestro futuro sería una desgracia. ¡Imaginen el resultado de conocer lo que les va a ocurrir, en los próximos dos meses, alguna terrible desgracia contra la no pueden tomar ninguna precaución!
Ya era un hombre mayor cuando lo vi por vez primera en Izumo; sin duda tendría más de sesenta años, pero parecía mucho más joven. Después lo encontré en Osaka, en Kyoto y en Kobe. Más de una vez traté de persuadirlo para que pasara los meses más fríos del invierno bajo mi techo, pues poseía un conocimiento extraordinario de las tradiciones, y podría haber sido de inestimable valor para mí en un sentido literario. Pero en parte debido a que su costumbre de vagabundear se había convertido en él una segunda naturaleza, y en parte por un amor de independencia tan salvaje como el de un gitano, nunca no fui capaz de mantenerlo conmigo más de dos días seguidos.
Cada año solía venir a Tokyo, normalmente a finales del otoño. Entonces, durante algunas semanas, revoloteaba alrededor de la ciudad, de distrito en distrito, y desaparecía de nuevo. Pero durante estos viajes fugaces nunca dejaba de visitarme; trayendo noticias de bienvenida de la gente y los lugares de Izumo; trayendo incluso algún pequeño regalo singular, generalmente de tipo religioso, de algún famoso lugar de peregrinaje. En estas ocasiones podía charlar algunas horas con él. A veces la conversación era sobre cosas extrañas vistas u oídas durante su viaje más reciente; a veces giraba hacia viejas leyendas o creencias; a veces era sobre la adivinación. La última vez que nos encontramos me habló de una ciencia exacta de la adivinación china que lamentaba no haber podido aprender nunca.
–Cualquiera versado en esa ciencia –dijo– sería capaz, por ejemplo, de decirle no sólo el momento exacto en el que cualquier pilar o viga de esta casa empezará a resquebrajarse, sino incluso la dirección de la ruptura, y todos sus resultados. Puedo explicar mejor lo que quiero decir relatando una historia.
“La historia es sobre el célebre adivino chino al que al que llamamamos en Japón Shóko Setsu, y se encuentra escrita en el libro Baikwa-Shin-Eki, que es un libro de adivinación. Cuando aún era un hombre muy joven, Shóko Setsu obtuvo una posición elevada gracias a su sabiduría y virtud; pero renunció y se retiró en soledad a un lugar apartado para poder dedicar su tiempo completo al estudio. Durante años en adelante vivió solo en una cabaña entre las montañas; estudiando sin fuego en invierno, y sin un abanico en verano; escribiendo sus pensamientos sobre la pared de su habitación –por falta de papel– y usando solo una teja como almohada.
“Un día, en la época más calurosa del verano, se vio vencido por la modorra; y se echó a descansar, con la teja bajo la cabeza. Apenas se había quedado dormido, cuando una rata cruzó corriendo sobre su cara y lo despertó con un sobresalto. Sintiéndose furioso, cogió la teja y la arrojó contra la rata; pero la rata escapó indemne, y la teja se rompió. Shóko Setsu contempló tristemente los fragmentos de su almohada, y se reprochó a sí mismo por su precipitación. Entonces de repente descubrió, sobre la arcilla recién expuesta de la teja rota, algunos caracteres chinos, entre las superficies superior e inferior. Pensando que se trataba de algo muy extraño, recogió los pedazos, y los examinó con cuidado. Encontró que a lo largo de la línea de fractura habían sido escritos diecisiete caracteres chinos en la cerámica antes de que la teja hubiera sido cocida; y los caracteres decían lo siguiente: ‘En el Año de la Liebre, en el cuarto mes, en el día decimoséptimo, a la Hora de la Serpiente, esta teja, después de servir como almohada, será arrojada contra una rata y se romperá’.
En efecto la predicción realmente se había cumplido a la Hora de la Serpiente en el decimoséptimo día del cuarto mes del Año de la Liebre. Profundamente asombrado, Shóko Setsu observó una vez más los fragmentos, y descubrió el sello y el nombre del fabricante. De inmediato abandonó la cabaña, y, llevando consigo los pedazos de la teja, corrió hacia la ciudad vecina en busca del fabricante de las tejas. Lo encontró ese mismo día, le enseñó la teja rota, y le preguntó acerca de su historia.
“Después de haber examinado detenidamente los trozos, el fabricante de tejas dijo: ‘
–Esta teja se fabricó en mi casa; pero los caracteres en la arcilla fueron escritos por un anciano, un adivino, que pidió permiso para escribir sobre la teja antes de que fuera cocida.
–¿Y usted sabe dónde vive? –preguntó Shóko Setsu.
–Vivía –respondió el fabricante de tejas–, no muy lejos de aquí; y puedo mostrarle el camino hacia la casa. Pero ignoro su nombre.
“Habiendo sido guiado hasta la casa, Shóko Setsu se presentó a la entrada, y pidió permiso para hablar con el anciano. Un discípulo-sirviente lo invitó cortésmente a seguir y lo guió hasta un aposento donde varios jóvenes estaban estudiando. Cuando Shoko Setsu tomó asiento, todos los jóvenes lo saludaron. Entonces el primero que se había dirigido a él se inclinó y dijo: ‘Lamentamos informarle que nuestro maestro falleció hace unos días. Pero lo hemos estado esperando a usted, porque él predijo que vendría hoy a esta casa, a esta misma hora. Usted se llama Shóko Setsu. Y nuestro maestro nos dijo que le diéramos un libro que él creía podría serle útil. Aquí está el libro; por favor, acéptelo’.
“Shóko Setsu estaba no menos encantado que sorprendido; pues el libro era un manuscrito de la clase más rara y valiosa, y contenía todos los secretos de la ciencia de la adivinación. Después de darles las gracias a los jóvenes, y expresar apropiadamente sus condolencias por la muerte del maestro, regresó a su cabaña, y allí procedió inmediatamente a comprobar el valor del libro consultando las páginas en relación a su propia fortuna. El libro le aconsejó que en el costado sur de su morada, en un rincón particular cerca de una esquina de la cabaña, lo aguardaba la buena suerte. Cavó en el sitio indicado, y encontró un balde que contenía oro suficiente como para convertirlo en un hombre muy rico”.
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Mi viejo conocido abandonó este mundo tan solitariamente como había vivido en él. El invierno pasado, mientras atravesaba una sierra, lo sorprendió una nevada y perdió el camino. Muchos días después lo hallaron erguido a los pies de un pino, con su pequeño saco atado a los hombros: una estatua de hielo; los brazos cruzados y los ojos cerrados como en meditación. Probablemente, mientras esperaba a que pasara la tormenta, cayó en la somnolencia del frío, y el hielo se había acumulado sobre él mientras dormía. Al enterarme de esta extraña muerte recordé un viejo dicho japonés, Uranaiya minouyé shiradzu: “El adivino desconoce su propio destino”.
El Japón espectral, 1899