En el distrito de nombre Toichi de la provincia de Yamato, solía vivir un góshi llamado Miyata Akinosuké… [Aquí debo aclarar al lector que en la época del Japón feudal había una clase privilegiada de soldados-granjeros, propietarios libres, semejantes a la clase de los yeomen (pequeños propietarios rurales”) de Inglaterra; y eran llamados góshi.]

En el jardín de Akinosuké había un cedro enorme y antiguo, bajo el que se echaba a descansar en los días de mucho calor. Una tarde muy cálida se encontraba sentado bajo el árbol con dos de sus amigos, dos colegas góshi, charlando y tomando vino, cuando de repente se sintió con mucho sueño, tanto que les rogó a sus amigos que lo excusaran por echarse una siesta ante su presencia. Luego se recostó al pie del árbol, y tuvo el siguiente sueño:

Imaginó que, mientras estaba echado allí en su jardín, veía una procesión, semejante al cortejo de un gran daimyõ descendiendo por una colina cercana, y que se ponía de pie para observarla. Resultó ser una procesión suntuosa, más imponente que cualquier otra por el estilo que hubiera visto antes; y marchaba hacia su propia casa. Observó en la parte delantera a un grupo de hombres jóvenes con ricas vestiduras, que arrastraban un gran palanquín lacado, un gosho-guruma, cubierto con seda azul. Cuando la procesión llegó a poca distancia de la casa se detuvo; y un hombre ricamente vestido –evidentemente una persona de rango– se separó del cortejo, se acercó a Akinosuké, le hizo una profunda reverencia y le dijo:

–Honorable señor, tiene ante usted un kérai [vasallo] del Kokuó de Tokoyo[1]. Mi amo, el Rey, me ordena que lo salude en su nombre y me ponga a su entera disposición. También desea que le informe que desea augustamente su presencia en el palacio. Tenga entonces la bondad de entrar de inmediato en este honorable palanquín, que él ha enviado para su comodidad.

Después de escuchar estas palabras, Akinosuké quiso dar una respuesta apropiada, pero estaba demasiado perplejo y aturdido para hablar; y al mismo tiempo la voluntad pareció abandonarlo, así que sólo pudo hacer lo que le indicaba el kérai. Entró en el palanquín, el kérai tomó asiento junto a él e hizo una señal; los servidores, tomando las cuerdas de seda, hicieron girar el vehículo en dirección sur; y el viaje empezó.

Para sorpresa de Akinosuké, en muy poco tiempo el carruaje se detuvo ante un enorme pórtico de dos pisos (rómon) de estilo chino, que jamás había visto antes. En ese punto el kérai descendió y le dijo:

–Iré a anunciar su honorable llegada –y desapareció.

Después de un rato de espera, Akinosuké vio que dos hombres de noble aspecto, con túnicas de seda púrpura y altos gorros cuya forma indicaba un respetable rango, se acercaban desde el pórtico. Los dos, después de saludarlo respetuosamente, lo ayudaron a descender del palanquín, y lo condujeron por el pórtico y a través de un vasto jardín hasta la entrada de un palacio cuyo frente parecía extenderse, de oeste a este, sobre una distancia de millas. Akinosuké fue llevado después hasta una sala de recepción de tamaño y esplendor maravillosos. Sus guías lo condujeron hasta el sitio de honor y se sentaron aparte respetuosamente, mientras varias doncellas, con trajes de ceremonia, traían aperitivos. Cuando Akinosuké terminó con los aperitivos, los dos sirvientes con mantas púrpura se postraron ante él y le dirigieron las siguientes palabras, hablando cada uno por turnos, según la etiqueta de las cortes:

–Es nuestro honorable deber informarle... sobre la razón por la que lo han traído aquí... Nuestro señor, el Rey, augustamente desea que usted se convierta en su yerno…. Y es su deseo y su voluntad que… se case hoy mismo con la Augusta Princesa, su hija soltera… Debemos conducirlo pronto a la sala de audiencias... donde Su Augusta Majestad lo aguarda en este mismo momento para recibirlo… Pero antes será necesario que lo vistamos…con los atuendos necesarios para la ceremonia[2].

Después de hablarle de este modo, los servidores se pusieron de pie y entraron en una alcoba donde había un gran baúl lacado en oro. Abrieron el baúl y extrajeron ropas y ornamentos de ricos materiales, y un kamuri, o tocado real. Vistieron a Akinosuké con estos ornamentos como correspondía a un novio principesco, y después lo llevaron hasta la sala de audiencias, donde vio al Kokuo de Tokoyo sentado sobre su daiza[3], con el alto gorro negro de su rango, y envuelto en túnicas de seda amarilla. Ante el daiza, a izquierda y derecha, había una multitud de dignatarios sentados en orden de rango, inmóviles y espléndidos como las imágenes de un templo; y Akinosuké, avanzando entre ellos, saludó al Rey con la triple reverencia de rigor. El Rey lo recibió con palabras amables, y entonces le dijo:

–Ya te han informado sobre la razón por la que te han traìdo a Nuestra presencia. Hemos decidido que te conviertas en el esposo escogido para Nuestra única hija, y la ceremonia nupcial se realizará en este momento.

Cuando el Rey dejó de hablar, se escucharon las notas de una música alegre; y un largo cortejo de hermosas damas de la corte surgió detrás de una cortina para conducir a Akinosuké al cuarto donde la novia lo esperaba.

El cuarto era inmenso, pero apenas sí podía albergar a la multitud de invitados testigos de la ceremonia. Todos se prosternaron ante Akinosuké cuando tomó su lugar, frente a la hija del Rey, en la almohadilla que le habían preparado. La novia parecía una doncella celestial; y sus ropas eran tan hermosas como un cielo de verano. Y la boda se celebró en medio de una gran alegría.

Después la pareja fue llevada a una serie de aposentos que habían sido preparados para ellos en otra ala del palacio; y allí recibieron las felicitaciones de muchas personas de la nobleza e innumerables regalos de boda.

Días más tarde Akinosuké fue conducido de nuevo a la sala del trono. En esta ocasión fue recibido con palabras aún más amables; y el Rey le dijo:

–Hacia el suroeste de Nuestros dominios hay una isla llamada Raishu. Te acabamos de nombrar gobernador de esa isla. Encontrarás que la gente es dócil y leal, pero sus leyes aún no están en completo acuerdo con las leyes de Tokoyo, y sus costumbres aún no han sido reguladas apropiadamente. Te confiamos el deber de mejorar su condición social hasta donde te sea posible, y es Nuestro deseo que los gobiernes con benevolencia y sabiduría. Ya se han hecho todos los preparativos necesarios para tu viaje a Raishu.

Así fue como Akinosuké y su esposa partieron del palacio de Tokoyo, acompañados hasta la costa por una gran corte de nobles y oficiales que los acompañaron hasta la costa, donde se embarcaron en una nave oficial provista por el Rey. Y con vientos favorables llegaron a Raishu, donde la buena gente de la isla los aguardaba en la playa para ofrecerles la bienvenida.

Akinosuké se consagró de inmediato a sus nuevas obligaciones, que no resultaron difíciles de cumplir. Durante los tres primeros años de gobierno estuvo ocupado principalmente en la configuración y ejecución de las leyes; pero contaba con sabios consejeros y nunca sintió que se trataba de una labor desagradable. Cuando estuvo concluida su tarea, Akinosuké no tuvo más obligaciones activas que cumplir, más allá que asistir a los ritos y ceremonias prescritos por la tradición. La isla era tan fecunda y saludable que no se conocían la enfermedad ni la miseria, y la gente era tan bondadosa que las leyes nunca se rompieron. Y Akinosuké habitó y gobernó en Raishu por veinte años más; completando un total de veintitrés años de labores, durante los cuales ninguna sombra de dolor atravesó su existencia.

Pero el vigésimo cuarto año de su gobierno, un gran infortunio cayó sobre él, pues su esposa, que le había dado siete hijos —cinco hombres y dos mujeres— enfermó y murió. Fue sepultada con gran pompa en la cima de una hermosa colina del distrito de Hanryoko, y un monumento, más que espléndido, fue puesto sobre su tumba. Pero Akinosuké sentía tanto dolor por su muerte que ya no le interesaba vivir.

Entonces cuando concluyó el período legal de duelo, llegó a Raishu, del palacio de Tokoyo, un shisha, o mensajero real. El shisha le entregó a Akinosuké un mensaje de condolencia, y luego le dijo:

–Estas son las palabras que nuestro augusto señor, el Rey de Tokoyo, me ordena repetirle: “Ahora te enviaremos de regreso donde nuestra gente y nuestro país. En cuanto a los siete niños, son los nietos y las nietas del Rey, y deberán recibir el cuidado debido. Así que, por lo tanto, no dejes que tu mente se preocupe por ellos”.

Al recibir este mandato, Akinosuké sumisamente se preparó para partir. Cuando todos sus asuntos quedaron en orden, y cuando concluyó la ceremonia de despedida de sus consejeros y oficiales, fue escoltado con grandes honores hasta el puerto. Allí se embarcó en la nave que le habían enviado; y la nave navegó por el mar azul, bajo el cielo azul, y el contorno de la isla de Raishu se volvió también azul, y después se volvió gris, y luego desapareció para siempre… Y Akinosuké súbitámente se despertó… ¡bajo el cedro de su jardín!

Por un instante se sintió confundido y mareado. Pero entonces se dio cuenta de que sus amigos aún permanecían junto a él, bebiendo y charlando alegremente. Los miró con asombro y exclamó en alta voz:

–¡Qué extraño!

–Akinosuké debió haber estado soñando –exclamó uno de ellos, con una carcajada–. ¿Qué fue lo que viste, Akinosuké, tan extraño?

Entonces Akinosuké les contó el sueño; ese sueño de veintirés años de estadía en el reino de Tokoyo, en la isla de Raishu; y los dos se sorprendieron, pues su amigo no había dormido más de unos pocos minutos.

Uno de los góshi dijo:

–En verdad que viste cosas extrañas. También nosotros vimos algo extraño mientras dormías la siesta. Una pequeña mariposa amarilla revoloteó sobre tu rostro por un instante o dos, y la observamos. Después descendió al suelo junto a ti, muy cerca del árbol; y tan pronto como se posó ahí, una enorme, enorme hormiga salió de un agujero, la atrapó y la arrastró hasta el agujero. Poco antes de que te despertaras, vimos que la misma mariposa salía de nuevo del agujero y revoloteaba sobre tu rostro como antes. Y de pronto desapareció: no supimos adónde se fue.

–Quizás era el alma de Akinosuké –dijo el otro góshi–, pues en efecto pensé verla volar dentro de su boca… Pero, incluso si esa mariposa fuera el alma de Akinosuké, eso no explica el sueño.

–Las hormigas podrán explicarlo –respondió el que habló primero–. Las hormigas son criaturas muy raras... acaso sean demonios... En todo caso, hay un gran nido de hormigas debajo del cedro.

–¡Vamos a ver! –exclamó Akinosuké, incitado por esta sugerencia y fue a buscar una pala.

El terreno alrededor y debajo del cedro resultó haber sido excavado, de la manera más sorprendente, por una prodigiosa colonia de hormigas. Además, las hormigas habían edificado dentro de la cavidad, y sus minúsculas construcciones de paja, barro y ramas guardaban una asombrosa semejanza con ciudades en miniatura. En el centro de una estructura considerablemente mayor que las otras, había un extraordinario ir y venir de pequeñas hormigas alrededor del cuerpo de una hormiga mucho más grande, que tenía alas amarillentas y una gran cabeza negra.

–¡Por Dios, ese es el Rey de mi sueño! –exclamó Akinosuké–. ¡Y ése el palacio de Tokoyo!... ¡Qué extraordinario!... Raishu debe de estar en alguna parte hacia el suroeste… a la izquierda de esa gran raíz... ¡Sí! ¡Aquí está! ¡Qué extraño! Ahora estoy seguro de encontrar la colina de Hanryoko, y la tumba de la princesa.

Escarbó y escarbó entre el derrumbe del hormiguero, y al fin descubrió un pequeño montículo en cuya cima había una piedra enmohecida, con una forma parecida a la de un monumento budista. Debajo encontró, envuelto en barro, el cadáver de una hormiga hembra.

Kwaidan, 1904

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[1] Este nombre, Tokoyo, es indefinido. Dependiendo de las circunstancias puede significar cualquier país desconocido –o aquel territorio incógnito de cuyos límites ningún viajero regresa–, o ese País de las Hadas de las fábulas del Lejano Oriente, el Reino de Hórai. El término kokuó significa el gobernante de un país, por lo tanto un rey. La frase original, “Tokoyo no Kokuó”, debe traducirse aquí como “el Gobernante de Hórai» o “el Rey del País de las Hadas”. (N. del A.)

[2] La última frase, según la antigua costumbre, debía ser pronunciada por los dos servidores al mismo tiempo. Todos estas prácticas ceremoniales aún pueden observarse en el escenario japonés. (N. del A.)

[3] Este era el nombre que recibía el estrado, o dais, que ocupaba un príncipe o señor feudal en la corte. El vocablo, literalmente, significa “gran asiento”. (N. del A.)