Recientemente, mientras atravesaba una callecita ocupada principalmente por comerciantes de mercancías viejas, me fijé en un furisodé, o manto de mangas largas, en el rico tono púrpura llamado murasaki, colgado a la entrada de una de las tiendas. Era un manto como el que habría vestido una dama de rango en la época de los Tokugawa. Me detuve a contemplar los cinco emblemas que lo adornaban; y en ese mismo instante me vino a la memoria esta leyenda de un manto similar del que se dice haber causado alguna vez la destrucción de Yedo.

Hace casi doscientos cincuenta años, la hija de un rico mercader de la ciudad de los Shogunes, mientras asistía a una festividad de un templo, descubrió entre la multitud a un joven samurai de especial belleza y de inmediato se enamoró de él. Desafortunadamente para ella, él desapareció entre el gentío antes de que pudiera enterarse por medio de sus sirvientes de quién era o de dónde venía. Pero su imagen permaneció vívida en su memoria, incluso hasta el mínimo detalle de su traje. El atuendo de fiesta que usaban entonces los jóvenes samurais apenas era menos vistoso que el de las muchachas; y el vestido superior de este apuesto desconocido le había parecido maravillosamente hermoso a la doncella enamorada. Imaginó que al ponerse un manto de una calidad y un color semejantes, llevando un emblema similar, podría atraer su atención en alguna ocasión futura.

Por lo tanto se mandó confeccionar el manto, con mangas muy largas, según la moda de la época; y lo apreciaba mucho. Lo llevaba puesto cada vez que salía; y cuando estaba en la casa lo colgaba en su habitación, y trataba de imaginar la forma de su enamorado desconocido en el vestido. A veces pasaba horas ante él, soñando y llorando por turnos.Y rogaba a los dioses y a los Budas que pudiera ganar el afecto del joven, repitiendo a menudo la invocación de la secta Nichiren: ¡Narnu myó hó rengé kyó!

Pero no volvió a ver al joven de nuevo; y languideció de añoranza por él y se enfermó, y murió, y fue enterrada. Después de su entierro, el manto de mangas largas que ella tanto había apreciado fue donado al templo budista del que su familia era feligrés. Es una vieja costumbre disponer así las prendas de los muertos.

El sacerdote consiguió vender el manto a buen precio; pues era una seda valiosa, y no mostraba señales de las lágrimas que habían caído sobre ella. Lo compró una muchacha más o menos de la misma edad que la dama muerta. Se lo puso un día nada más. Luego cayó enferma, y empezó a comportarse de manera extraña, gritando que estaba hechizada por la visión de un hermoso joven, y que por su amor iba a morir. Y al poco tiempo murió; y el manto de mangas largas fue por segunda vez donado al templo.

El sacerdote volvió a venderlo; y se convirtió de nuevo en propiedad una joven muchacha, que se lo puso sólo una vez. Entonces también se enfermó, y habló de una sombra hermosa, y murió, y fue enterrada. Y el vestido fue entregado por tercera vez al templo; y entonces el sacerdote se maravilló y dudó.

Sin embargo se aventuró a vender la desafortunada prenda una vez más. Una vez más fue comprada por una muchacha y vestida sólo por una vez más; y quien se lo puso languideció y murió. Y el manto fue cedido por cuarta vez al templo.

Entonces el sacerdote tuvo la seguridad de que era el oficio de una influencia maligna operaba; y ordenó a sus acólitos que encendieran un fuego en el patio del templo, y quemaran el manto.

Así que encendieron el fuego, y arrojaron dentro el manto. Pero cuando la seda empezó a quemarse, aparecieron de repente sobre ella unos deslumbrantes caracteres de llamas; los caracteres de la invocación, Namu myb hó rengé kyó, y éstos, uno por uno, saltaron como enormes chispas al tejado del templo; y el templo se incendió.

Los rescoldos del templo ardiente cayeron al poco sobre los tejados vecinos; y toda la calle pronto fue presa del fuego. Luego un viento marino, elevándole, sopló la destrucción hacia calles más apartadas; y la conflagración se extendió de calle en calle, y de distrito en distrito, hasta que casi la ciudad entera fue consumida. Y esta calamidad, que sucedió el decimoctavo día del primer mes del primer año de Meiréki (1655), aún se recuerda en Tokyo como el Furisodé-Kwaji: el Gran Fuego del Manto de Mangas Largas.

Según un libro de historias titulado Kibun-Daijin, el nombre de la muchacha que mandó a confeccionar el manto era OSamé; y era la hija de Hikoyémon, un comerciante de vinos de Hyakusho-machi, en el distrito de Azabu. Por su belleza la llamaban también Azabu-Komachi, o la Komachi de Azabu[1]. El mismo libro dice que el templo de la tradición fue un templo Nichiren llamado Honmyóji, en el distrito de Hongo; y que el emblema sobre el manto era una flor kikyo. Pero hay muchas versiones distintas de la historia; y desconfió del Kibun-Daijin, porque afirma que el apuesto samurai no era en realidad un hombre, sino un dragón transformado, o serpiente de agua, que solía habitar el lago de Uyéno: Shinobazu-no-Iké.

El Japón espectral, 1899

** **

[1] Después de más de mil años, el nombre de Komachi, u Ono-noKomachi, es aún celebrado en Japón. Fue la mujer más hermosa de su tiempo, y una poeta tan grande que podía conmover al cielo con sus versos, y traer la lluvia en tiempo de sequía. Muchos hombres la amaron en vano; y se dice que muchos murieron por su amor. Pero las desventuras acudieron a ella cuando su juventud había pasado; y, después de verse reducida a la necesidad más extrema, se convirtió en mendiga, y murió finalmente en la vía pública, cerca de Kyoto. Como se juzgó vergonzoso enterrarla con los sucios harapos que llevaba, una persona pobre ofreció un gastado manto de verano (katabira) para envolver su cuerpo en él; y fue sepultada cerca de Arashiyama, en un lugar que todavía se indica a los viajeros como el “Sitio del Katabira” (Katabira-no-Tsuchi). (N. del A.)