Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico comerciante llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O-Sono. Como era muy inteligente y hermosa, el comerciante pensó que sería una verdadera lástima dejar que su hija se criara sólo con la educación que le podían brindar los maestros rurales; así que la envió a Kyoto, al cuidado de unos servidores fieles, para que allí adquiriera las elegantes habilidades enseñadas a las damas de la capital. Después de terminar su educación, la muchacha se casó con un amigo de la familia de su padre –un comerciante llamado Nagaraya– y vivió feliz con él durante casi cuatro años. Tuvieron un único hijo, un varón. Pero O-Sono cayó enferma y murió en el cuarto año de matrimonio.
En la noche siguiente al funeral de O-Sono, el pequeño hijo dijo que su mamá había regresado y que estaba en el cuarto de arriba. Ella le había sonreído, pero no quiso hablarle: así que el niño se había asustado y había salido corriendo. Entonces algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y se sorprendieron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que había sido encendida ante un altar en el cuarto, el cuerpo de la madre muerta. Parecía estar de pie de frente a un tansu, o una cómoda, que aún contenía sus joyas y vestidos. La cabeza y los hombros podían verse de manera nítida, pero de la cintura para abajo la imagen se disolvía en la invisibilidad; parecía un imperfecto reflejo suyo y transparente como una sombra en el agua.
Entonces los parientes se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo consultaron entre todos; y la madre del esposo de O-Sono dijo:
–Toda mujer siente cariño por sus pequeñas cosas, y O-Sono estaba muy apegada a sus pertenencias. Quizás haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo... a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si ofrecemos al templo las ropas y los adornos de O-Sono, su espíritu probablemente encontrará el descanso.
Estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible. Así que a la mañana siguiente vaciaron los cajones y toda la ropa y los adornos de O-Sono fueron llevados al templo. Sin embargo. O-Sono regresó a la noche siguiente y contempló el tansu como antes.Y también volvió la siguiente noche, y la siguiente a esta y así durante todas las noches, y la casa se transformó en una morada del miedo.
Entonces la madre del esposo de O-Sono se dirigió al templo y le reveló al sumo sacerdote lo que había sucedido, y le pidió consejo sobre los fantasmas. El templo era un templo Zen, y el sumo sacerdote era un anciano docto, conocido como Daigen Oshõ. El hombre le dijo:
–Debe haber algo dentro o cerca del tansu que le causa ansiedad.
–Pero desocupamos todos los cajones –replicó la anciana–; no hay nada en el tansu.
–Bien –dijo Daigen Oshõ–, iré esta noche a su casa y montaré guardia en el cuarto, para ver qué se puede hacer. Deberá dar la orden de que ninguna persona entre a la habitación mientras vigilo, a menos que yo los llame.
Después del amanecer, Daigen Oshõ fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él. Permaneció allí a solas, leyendo los sutras; y nada apareció hasta después de la Hora de la Rata[1]. Entonces la figura de O-Sono se delineó súbitamente ante el tansu. Su rostro mostraba un gesto de ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el tansu.
El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y entonces, dirigiéndose a la figura por medio del kaimyõ[2] de O-Sono, dijo:
–He venido aquí con el propósito de ayudarte. Tal vez haya algo en ese tansu que te dé una razón para estar ansiosa. ¿Quieres que intente buscarlo por ti?
La sombra pareció asentir con un leve movimiento de cabeza; el sacerdote, incorporándose, abrió el cajón superior. Estaba vacío. Abrió sucesivamente el segundo, el tercero y el cuarto cajón; buscó con cuidado por detrás y encima de cada uno; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen continuaba observando con la misma ansiedad de antes. “¿Qué querrá?”, pensó el sacerdote. De pronto se le ocurrió que podría haber algo oculto debajo del papel que recubría los cajones. Levantó el forro del primer cajón: ¡nada! Quitó el papel del segundo y tercer cajón: nada aún. Pero debajo del recubrimiento del cajón inferior halló algo: una carta.
–¿Es esto lo que te ha tenido tan inquieta? –preguntó.
La sombra de la mujer se volvió hacia él, con la débil mirada fija en la cara.
–¿Quieres que la queme por ti? –preguntó Daigen Oshõ.
Ella se inclinó ante él.
–La quemaré esta misma mañana en el templo –prometió el sacerdote–, y nadie la leerá, excepto yo.
La figura sonrió y desapareció.
Amanecía cuando el sacerdote bajó las escaleras, encontrando a la familia que aguardaba expectante.
–Cálmense –les dijo–, ella no volverá a aparecer. Y, en efecto, jamás lo hizo.
La carta fue quemada. Se trataba de una carta de amor redactada por O-Sono en la época de sus estudios en Kyoto. Pero el sacerdote fue el único que se enteró de su contenido, y el secreto murió con él.
Kwaidan, 1904
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[1] La Hora de la Rata (Né-no-Koku) era, según el antiguo método de medición del tiempo en Japón, la hora primera. Correspondía, para nuestra medida, el tiempo que va de la medianoche a las dos de la mañana; para los japoneses de la antiguedad cada era equivalía a dos horas modernas. (N. del A.)
[2] Kaimyõ: nombre póstumo budista, o nombre religioso, aplicado a los muertos. Estrictamente hablando, la palabra significa “nombre de sila”. Véase mi artículo “The literature of the Dead” en Exotics and retrospectives. (N. del A.)